lunes, 26 de marzo de 2012

Renuncia a la plenitud infantil


En esta ocasión continuando con el temade la experiencia amorosa, del S.J. Eduardo López Azpitarte, abordamos la cuestiónde la renuncia a la plenitud infantil, para que, entendiendo en conciencia lapersona del otro, podamos ir progresando en nuestra vida de relación yplenificacion.

            Estepaso de la necesidad al deseo no es posible sin una dosis de conflicto yfrustración, que hacen tomar conciencia de que el otro, con su diferencia yautonomía, no es un valor utilitario, un cobijo para la soledad o un remediocontra las dificultades, sino alguien que vale la pena quererlo por sí mismo.Los místicos han descrito mejor que nadie la etapa de silencio y purificaciónque se pasa, en ese itinerario hacia Dios como en el camino del amor humano,antes del encuentro más profundo. No es posible gozar de su consuelo hasta queno se haya aceptado el desierto y la soledad, para que no se le busque por losdones que otorga, sino porque lo único importante es Él. Entonces es cuando elcariño también calma, serena y tonifica. La purificación no elimina el gozo yla alegría posterior, sólo posibilita vivirlos ahora de una manera distinta.

            La experiencia amorosa parececonducir a una fusión progresiva, como si se pudieran romper las fronteras dela alteridad. El amor nunca come, ni siquiera a besos, como a veces se afirma,pues lo primero que exige es respetar la diferencia que no se elimina por elencuentro. El texto bíblico de que «se hacen una sola carne» (Gén 2,24) indicaciertamente una comunión singular, pero sin negar la duplicidad de esta relación.Cualquier búsqueda afectiva que pretenda una simbiosis absoluta es producto deun deseo infantil, de una omnipotencia ingenua que no se reconcilia con lafinitud y pequeñez de nuestra existencia. Ya sé que precisamente por estamenesterosidad e indigencia nunca se llegará a una oblatividad absoluta, puessiempre quedarán espacios donde las raíces egoístas asoman de nuevo, ya quetampoco desaparecen para siempre.

            Los psicólogos hablan del mito delparaíso perdido, enraizado en lo más profundo del psiquismo humano. Todossueñan con recuperar de nuevo un estadio en donde desaparezcan los problemas yconflictos de la existencia, como una vuelta a los tiempos primitivos del senomaterno. Nadie se resigna a pactar con el realismo doloroso y molesto de la vida,latiendo siente por dentro la nostalgia de algo mejor que lo que ahora setiene. Y algo parecido acontece con el amor. Con una ingenuidad infantil sesueña que la experiencia afectiva será una especie de nido caliente que abriguey proteja contra el frío, que cicatrice las heridas frecuentes, que respondasiempre a nuestras necesidades, que llene los vacíos más profundos, que seacapaz, en una palabra, de colmar la añoranza de una felicidad sin límites . Elamor tiene también sus inevitables fronteras que son, incluso, necesarias parasu autenticidad y con las que no hay más remedio que reconciliarse. Meatrevería a decir que, hasta por su propia naturaleza, deja siempre una pequeñacarencia, pues el respeto ala alteridad y diferencia de la otra persona impideque busque servirme de ella como respuesta satisfactoria a cualquier tipo demenesterosidad. Quedará siempre un resto sin llenar plenamente que mantiene aldeseo insatisfecho, como una promesa que nunca acaba de llegar . La aceptaciónde ese margen insatisfactorio será señal de que se la quiere y de que no se lautiliza.

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