Siguiendo
con la reflexión del Papa Benedicto XVI, se habla también de la procreación de
los hijos en el matrimonio que refleja en su modelo divino, el amor de Dios por
el hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como
sucede con el cuerpo y con el amor, no se circunscriben al aspecto biológico:
la vida sólo se da totalmente cuando con el nacimiento se ofrecen también el
amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida. Precisamente por esto
queda claro hasta qué punto es contrario al amor humano, a la vocación profunda
del hombre y de la mujer, el cerrar sistemáticamente la propia unión al don de
la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.
Ahora
bien, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y sólo con sus propias
fuerzas, pueden dar adecuadamente a los hijos el amor y el sentido de la vida.
Para poder decir a alguien: «tu vida es buena, aunque no conozca tu futuro», se
necesitan una autoridad y una credibilidad superiores, que el individuo no
puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a
esa familia más amplia que Dios, a través de su Hijo, Jesucristo, y del don del
Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la
Iglesia. Reconoce la acción de ese amor eterno e indestructible que asegura a
la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el
futuro. Por este motivo, la edificación de cada una de las familias cristianas
se enmarca en el contexto de la gran familia de la Iglesia, que la apoya y la acompaña,
y garantiza que hay un sentido y que en su futuro se dará el «sí» del Creador.
Y recíprocamente la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias
domésticas», como las ha llamado el Concilio Vaticano II («Lumen gentium», 11;
«Apostolicam actuositatem», 11), redescubriendo una antigua expresión
patrística (san Juan Crisóstomo, «In Genesim serm.» VI,2; VII,1). En este
sentido, la «Familiaris consortio» afirma que «el matrimonio cristiano…
constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la
persona humana en la gran familia de la Iglesia» (n. 15).
La
familia y la Iglesia
De
todo esto se deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en
concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están
llamadas a la más íntima colaboración en esa tarea fundamental que está
constituida, inseparablemente, por la formación de la persona y la transmisión
de la fe. Sabemos bien que para que tenga lugar una auténtica obra educativa no
basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita algo mucho más
grande y humano, esa cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que
encuentra su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, y después
en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en los que se encuentran
personas que prestan atención a los hermanos, en particular, a los niños y
jóvenes, así como a los adultos, los ancianos, los enfermos, las mismas
familias, porque, en Cristo, les aman. El gran patrón de los educadores, san
Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que «la educación es cosa de
corazón y que sólo Dios es su dueño» («Epistolario», 4,209).
La
figura del testigo es central en la obra educativa, y especialmente en la
educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su
horizonte más adecuado: se convierte en punto de referencia precisamente en la
medida en que sabe dar razón de la esperanza que fundamenta su vida (Cf. 1
Pedro 3,15), en la medida en que está involucrado personalmente con la verdad
que propone. El testigo, por otra parte, no se señala a sí mismo, sino que
señala hacia algo, o mejor, hacia Alguien más grande que él, con el que se ha
encontrado y de quien ha experimentado una bondad confiable. De este modo, todo
educador y testigo encuentra su modelo insuperable en Jesucristo, el gran
testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba tal y como
el Padre le había enseñado (Cf. Juan 8, 28).
Este
es el motivo por el que en el fundamento de la formación de la persona
cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la
amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo
mismo se puede decir de todo nuestro compromiso misionero, en particular, de
nuestra pastoral familiar: que la Familia de Nazaret sea, por tanto, para
nuestras familias y comunidades objeto de constante y confiada oración, así
como modelo de vida.
La
amenaza del relativismo
Seguid, por tanto, sin dejaros desalentar por
las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su misma
naturaleza, algo delicado: implica la libertad del otro que, aunque sea con
dulzura, de todos modos es provocada a tomar una decisión. Ni los padres, ni
los sacerdotes, ni los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir a
la libertad del niño, del muchacho, o del joven al que se dirigen. Y la
propuesta cristiana interpela especialmente a fondo la libertad, llamándola a
la fe y a la conversión. Un obstáculo particularmente insidioso en la obra
educativa es hoy la masiva presencia en nuestra sociedad y cultura de ese
relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, sólo tiene como medida
última el propio yo con sus gustos y que, con la apariencia de la libertad, se
convierte para cada quien en una prisión, pues separa de los demás, haciendo
que cada quien se encuentre encerrado dentro de su propio «yo». En un horizonte
relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz
de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad
de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su
compromiso para construir con los demás algo en común.
Está
claro, por tanto, que no sólo tenemos que tratar de superar el relativismo en
nuestro trabajo de formación de personas, sino que estamos también llamados a
enfrentarnos a su predominio destructivo en la sociedad y en la cultura. Por
ello, es muy importante que, junto a la palabra de la Iglesia, se dé el
testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, en particular
para reafirmar la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta su
ocaso natural, el valor único e insustituible de la familia fundada sobre el
matrimonio y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que apoyen
a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial
para nuestro futuro común. Por este compromiso vuestro también os doy las
gracias de corazón.
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