lunes, 5 de marzo de 2012

Los hijos Dentro del matrimonio.



Siguiendo con la reflexión del Papa Benedicto XVI, se habla también de la procreación de los hijos en el matrimonio que refleja en su modelo divino, el amor de Dios por el hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como sucede con el cuerpo y con el amor, no se circunscriben al aspecto biológico: la vida sólo se da totalmente cuando con el nacimiento se ofrecen también el amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida. Precisamente por esto queda claro hasta qué punto es contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, el cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.

Ahora bien, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y sólo con sus propias fuerzas, pueden dar adecuadamente a los hijos el amor y el sentido de la vida. Para poder decir a alguien: «tu vida es buena, aunque no conozca tu futuro», se necesitan una autoridad y una credibilidad superiores, que el individuo no puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a esa familia más amplia que Dios, a través de su Hijo, Jesucristo, y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce la acción de ese amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada una de las familias cristianas se enmarca en el contexto de la gran familia de la Iglesia, que la apoya y la acompaña, y garantiza que hay un sentido y que en su futuro se dará el «sí» del Creador. Y recíprocamente la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias domésticas», como las ha llamado el Concilio Vaticano II («Lumen gentium», 11; «Apostolicam actuositatem», 11), redescubriendo una antigua expresión patrística (san Juan Crisóstomo, «In Genesim serm.» VI,2; VII,1). En este sentido, la «Familiaris consortio» afirma que «el matrimonio cristiano… constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (n. 15).

La familia y la Iglesia

De todo esto se deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a la más íntima colaboración en esa tarea fundamental que está constituida, inseparablemente, por la formación de la persona y la transmisión de la fe. Sabemos bien que para que tenga lugar una auténtica obra educativa no basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita algo mucho más grande y humano, esa cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que encuentra su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, y después en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en los que se encuentran personas que prestan atención a los hermanos, en particular, a los niños y jóvenes, así como a los adultos, los ancianos, los enfermos, las mismas familias, porque, en Cristo, les aman. El gran patrón de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que «la educación es cosa de corazón y que sólo Dios es su dueño» («Epistolario», 4,209).

La figura del testigo es central en la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado: se convierte en punto de referencia precisamente en la medida en que sabe dar razón de la esperanza que fundamenta su vida (Cf. 1 Pedro 3,15), en la medida en que está involucrado personalmente con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no se señala a sí mismo, sino que señala hacia algo, o mejor, hacia Alguien más grande que él, con el que se ha encontrado y de quien ha experimentado una bondad confiable. De este modo, todo educador y testigo encuentra su modelo insuperable en Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba tal y como el Padre le había enseñado (Cf. Juan 8, 28).

Este es el motivo por el que en el fundamento de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo se puede decir de todo nuestro compromiso misionero, en particular, de nuestra pastoral familiar: que la Familia de Nazaret sea, por tanto, para nuestras familias y comunidades objeto de constante y confiada oración, así como modelo de vida.

La amenaza del relativismo

 Seguid, por tanto, sin dejaros desalentar por las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su misma naturaleza, algo delicado: implica la libertad del otro que, aunque sea con dulzura, de todos modos es provocada a tomar una decisión. Ni los padres, ni los sacerdotes, ni los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir a la libertad del niño, del muchacho, o del joven al que se dirigen. Y la propuesta cristiana interpela especialmente a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión. Un obstáculo particularmente insidioso en la obra educativa es hoy la masiva presencia en nuestra sociedad y cultura de ese relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, sólo tiene como medida última el propio yo con sus gustos y que, con la apariencia de la libertad, se convierte para cada quien en una prisión, pues separa de los demás, haciendo que cada quien se encuentre encerrado dentro de su propio «yo». En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso para construir con los demás algo en común.

Está claro, por tanto, que no sólo tenemos que tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de personas, sino que estamos también llamados a enfrentarnos a su predominio destructivo en la sociedad y en la cultura. Por ello, es muy importante que, junto a la palabra de la Iglesia, se dé el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, en particular para reafirmar la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, el valor único e insustituible de la familia fundada sobre el matrimonio y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que apoyen a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. Por este compromiso vuestro también os doy las gracias de corazón.



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